12 de enero de 2014
ALGUNOS PROBLEMAS LEXICOGRÁFICOS EN LA CORRECCIÓN DE ESTILO
Por Nidya Areli
Díaz.
Cuando el corrector se enfrenta a
un texto, se enfrenta también a un idiolecto, a un sociolecto, a una cosmovisión
alrededor del lenguaje. No se puede descartar del todo que la lengua culta se
rige por el uso y, mejor aún, que el uso es el responsable hoy en día de
delinear la norma en la escritura culta. Ejemplos hay muchos y para muestra el
tan controvertido verbo «accesar», para el que argumenta don José Moreno de
Alba en sus Minucias del lenguaje:
[…] parece no existir un verbo español que con
precisión equivalga, semántica y sintácticamente, a to access (por ejemplo,
allegar, transitivo ciertamente, no tiene ese exacto sentido). Habría necesidad
de emplear perífrasis más o menos complicadas y que tampoco son totalmente
equivalentes: hacer accesible, por ejemplo. El anglicismo accesar está formado
conforme a las reglas morfológicas del español y, lo que es más importante, se
emplea cada vez con más amplia frecuencia entre un número mayor de hispanohablantes
[…].
Al corrector, cuando se enfrenta a
un término aún no reconocido por la Real Academia Española, le queda solo, en
pos de la “norma culta”, sustituir el vocablo en cuestión por otro de uso
“correcto”. Sin embargo, ¿hasta qué punto le corresponde a este profesional
tomarse la atribución de erigirse juez en una problemática que va más allá de
lo correcto? El problema se centra en este caso en el uso, porque si bien al
buscar el vocablo en el Diccionario de la
Real Academia Española (en adelante DRAE) no será posible hallarlo, al
realizar una búsqueda acotada en Google
México, se arrojarán solo para México alrededor de 540,000 resultados en
infinitivo, sin contar las declinaciones verbales. ¿Cómo negar entonces la
existencia de la palabra?, ¿Cómo darle la vuelta al problema encumbrando al
DRAE como la autoridad máxima e inapelable?
Los diccionarios, por otra parte,
no son del todo perfectos, no tienen en muchos casos la última palabra, por
ello están en constante revisión. Podría incluso darse el caso de que el
corrector cambiara o borrara el término en cuestión y para cuando el texto
fuera publicado, una nueva edición del diccionario lo hubiese incluido.
Piénsese también en los usos adjetivos y sustantivos: Casi todos los adjetivos
son susceptibles de sustantivarse y casi todos los sustantivos pueden
adjetivarse; que el diccionario no lo indique para cierto término no le impide
a este cambiar de categoría de acuerdo a un uso corriente que quizá no ha sido
descubierto por la comisión lexicográfica de una academia conformada por
humanos.
Piénsese, por ejemplo, en el caso
de «aguacero» cuyo uso se registra en el DRAE únicamente como sustantivo; no
obstante en el cuento “Nos han dado la tierra” de El llano en llamas se lee a la letra: “Ahora si se mira el cielo se
ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa”. El mismo uso
adjetivo da lugar a construcciones como “tiempo aguacero”, “riendas aguaceras”,
“capas aguaceras”, etcétera, y que se registran en Google México. Este uso, por lo tanto, aunque de menor frecuencia,
no es en nada desdeñable, y menos cuando ha sido asentado por un escritor de
grandes vuelos como es Juan Rulfo.
La ortografía de las palabras no es
una problemática de menos importancia, pues aunque el DRAE registra ciertas
formas, ellas no necesariamente coinciden con el uso general de una región o,
mejor aún, de todo un país. Así, tenemos, por ejemplo, el caso de «cebiche» que
el diccionario de la RAE registra solo tal cual y que, no obstante, se registra
tanto en el Diccionario de México de
Juan Palomar de Miguel como en el Diccionario
de mexicanismos de Francisco J. Santamaría con la inicial «s» en lugar de
«c» y «v» en lugar de «b», «seviche». Luego, Palomar registra también «ceviche»,
con «c» y «v», igual que el Breviario del
mole poblano de Paco Ignacio Taibo I. Las evidencias no paran ahí cuando en
la encuesta efectuada a cien mexicanos durante la realización del Índice de mexicanismos elaborado por la
Academia Mexicana de la Lengua, 84% de ellos reconocieron la ortografía
«seviche» y 97% «ceviche»; esta última empatada con la ortografía oficial
«cebiche» que legitima la RAE. La información se corrobora al cotejar la fuente
electrónica Google books, pues
«seviche» arroja 2 120 incidencias en medios impresos que resguarda la fuente;
«ceviche», 8 500 incidencias y la oficial «cebiche» 10 500, no demasiado alejada
de la anterior. Mejor aún, también se arroja la variante «sebiche» con 206
resultados. ¿En qué debe basarse en este caso el corrector de estilo?, ¿debe
atenerse al registro del DRAE que ha omitido un uso tan extendido como para hacerse
manifiesto en fuentes impresas de toda seriedad?
No pueden faltar las nuevas
disposiciones ortográficas que registra la Ortografía oficial de la RAE. Me
refiero específicamente a la tilde en los adjetivos posesivos «este», «ese» y
«aquel» con sus variantes de género y número; y en el adverbio «solo», que han
suscitado encarnizadas discusiones sobre todo en el medio editorial. Si bien es
verdad que la ortografía recomienda la omisión de la tilde, también es cierto
que, a tres años de haber sido publicada la nueva ortografía, pocos escritores
han prestado vista y oídos a ello. El corrector se enfrenta, por lo tanto, al
dilema del uso contra una norma que no parece tener explicación lógica. Algunos
partidarios de la omisión de la tilde recomiendan usar el adverbio «solamente»
en lugar de «solo» cuando este pueda prestarse a ambigüedad con respecto al
adjetivo «solo», de soledad, y, sin embargo, qué grave es cuando se piensa, por
ejemplo, en la poesía que lleva ritmo y metro, o en la lengua como una fuente
de posibilidades expresivas a la que se le ha amputado una alternativa de uso.
Con respecto al ejercicio de la
lexicografía podemos decir que si bien “Una tradición secular, oficialmente
reconocida, confía a las Academias la responsabilidad de fijar la norma que
regula el uso correcto del idioma” [1], es también preeminente hacer notar que toda la
lingüística con sus diferentes ramas y desde Saussure ha dejado de lado una
posición meramente normativa para dar paso a un ciencia más científica y
descriptiva; por ello es menester en la actualidad que para llevar a cabo un
proyecto lexicográfico haya de fondo una investigación minuciosa sobre el uso
de la lengua.
Un ejemplo de ello es el Diccionario de mexicanismos elaborado
por la Academia Mexicana de la Lengua y que tuvo con antecedente el Índice de mexicanismos publicado en
noviembre de 2000 por la Academia Mexicana, el Consejo Nacional para la Cultura
y las Artes y el Fondo de Cultura Económica. Para dicho trabajo se tomaron en
cuenta 138 títulos de las más variadas geografías del país, en los que figuran
listas de mexicanismos con usos, definiciones locales y generales, y
descripciones lingüísticas de los mismos. Según la misma Academia:
El Índice
es una acumulación de los 180 000 registros que hay en ellas, reducidos a 77
000 entradas debido a las duplicaciones. Se encontraron 41 000 palabras
registradas en una sola de estas listas, 36 000 en dos o más, hasta el caso
extremo de coyote, que está en 55 (otro ejemplo muy repetido: atole, que está
en 48).
El Índice
muestra cuatro datos en cada entrada: a) la palabra o la frase; b) el
porcentaje de informantes que dijo conocerla (se constituyó una red de 65
informantes, y los hubo de todos los estados de la república mexicana); c) el
número total de fuentes en que aparece, y d) el número de identificación de las
fuentes (numeradas del 1 al 138 en la bibliografía). El Índice no contiene
definiciones. Sí indica las variantes ortográficas[2].
Luego, es primordial señalar que en
la revisión del Diccionario de
mexicanismos que actualmente se lleva a cabo, las entradas propuestas a
incorporarse deben ser minuciosamente rastreadas y documentadas en fuentes
impresas y si bien: “Se consideran, pues,
plenamente legítimos los diferentes usos de las regiones lingüísticas, con la
única condición de que estén generalizados entre los hablantes cultos de su
área y no supongan una ruptura del sistema en su conjunto, esto es, que ponga en
peligro su unidad”[3] ,
el hablante culto en cuestión no es otro que el escritor literario, el
académico, el productor de la lengua escrita. ¿Toca al corrector de estilo ser
el sensor del hablante culto?
Una palabra no está en el
diccionario porque una autoridad la puso allí, y no es llevada al lenguaje
escrito porque está en el diccionario; una palabra está en el diccionario
porque muchos hablantes cultos la asentaron y registraron su uso en un texto
público, porque en el uso corriente el vocablo se ha generalizado tanto que ha
permeado en la norma culta. Una palabra se halla en el diccionario, cualquiera
que este sea, porque es tan popular que ha escalado al nivel de “culta”. Quizá a muchos correctores de estilo no les vendría mal recordarlo de vez en cuando.
[1] Real Academia
Española, en línea: < http://www.rae.es/rae/Noticias.nsf/Portada4?ReadForm&menu=4 >.
[2] Academia
Mexicana de la Lengua, en línea: < http://www.academia.org.mx/dicmex.php >.
[3] Real Academia
Española, en línea: < http://www.rae.es/rae/Noticias.nsf/Portada4?ReadForm&menu=4 >.
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1 comentarios:
Yo, por eso, prefiero la despreocupancia del palabrear como me suena mejor y sin temor a la perfeccionalidad