13 de abril de 2014
LA TESIS
Por César Vega
Querida Samantha:
Trataré de ser
lo más concisa y breve al explicarte todo este asunto; en verdad te lo debo, no
solo por los montones de apoyo que me has brindado durante el discurrir de toda
esta desilusión, sino también por todo lo que siento hacia ti. Tú has sido un
rayo de luz tibia y meridiana en medio de este tinieblar, tú has sido una dulce
ánfora que contuvo mi sed.
Después de que
leas esto tal vez pienses que estoy desecha, pero quiero aclararte que no es
así, simplemente estoy demasiado cansada y eso sí, muy molesta; solo tú sabes
todo el espíritu que derroché en este proyecto y, ¿todo para qué? En fin, ya da
igual.
![]() | |
Díptico, fragmento derecho. Carine Brancowitz |
Todo el asunto
comenzó cuando, como bien sabes, escogí una obra de Pimentel Pernaalegre, Cartografía de un ensueño, como el
corpus de mi tesis. Estaba tan fascinada con ese hombre, con su talento, con la
belleza de su obra, con su estilo tan propositivo, futurista y revolucionario,
que no vacilé ni un instante en pensar que mi tesis sería igual de magnífica y
revolucionaria que la lírica de Pimentel.
Desperdicié más
de dieciséis meses de mi vida en arduo y desolador empeño; construí un marco
teórico que me costó millones de neuronas; desarrollé un marco histórico
bellísimo donde armé una biografía tremenda e inédita sobre el mentado señor
Pernaalegre; me leí sus dos novelas, sus doscientos ocho poemas, sus más de
cuarenta y ocho ensayos críticos, sus libros de cuento, todos los artículos,
todas las tesis, reseñas, entrevistas, semblanzas y críticas sobre la obra de
don Pimentel, un libro de seiscientas trece páginas sobre la Teoría de la Recepción en la Poética Futurista, dos volúmenes de Joan
Hartmann sobre La Literatura Comparada, un estudio
monográfico sobre la mentada Literatura
Fractálica escrito en portugués y no sé cuanta mierda más, con el fin de
argumentar, sustentar y construir mi fabulosa tesis sobre la obra de este
señor.
¿Cuántas horas
en vela pasé? ¿Cuántas tazas de café bien cargado me bebí? ¿Cuántos ataques de
nervios sufrí? ¿Cuántas peleas con mi madre libré? ¿Cuántas dioptrías de mis
anteojos incrementé? ¿Cuántas uñas me comí? ¿Cuántas veces renuncié? ¿Cuántas
otras reintenté? ¿Cuántas cuartillas escribí? ¿Cuánto dinero me gasté? ¿Cuántas
veces lloré? ¿Cuántas veces me emocioné? ¿Cuántas veces creí? ¿Cuántas más me
desengañé? ¿Qué tan cerca del límite de la locura estuve?
No lo sé,
querida, son cosas que una ya ni cuenta; cosas que se consideran inherentes al
esfuerzo de titularse, de terminar una carrera, de volverse licenciada…; son
cosas en las que una no repara nunca porque existe un pacto interno que te
aduce que todo eso, cada cosa, vale la pena y se te recompensará.
Fue tan difícil
y, sin embargo, me sentía tan feliz; me llenaba de satisfacción haber
sobrevivido a una prueba tan compleja, y no fue sino hasta que ya tuve la tesis
registrada cuando todo comenzó a desmoronarse.
Ya conocía los
rumores sobre los presuntos plagios de Pimentel, los escuché de mis compañeros
y amigos, los leí en algunos blogs, pero siempre les resté importancia, no
había nada comprobado, simplemente los consideré una serie de vendettas insolentes por algún asunto de
celos profesionales; además, yo en mi tesis, con todo mi trabajo e
investigación podía con facilidad rebatir cualquiera de esas acusaciones.
Sin embargo,
las cosas fueron yendo de mal en peor, y mis angustias crecieron
proporcionalmente a las acusaciones. Pero no podía detenerme, de mi tesis
dependía no solo mi titulación, sino también mi prestigio como investigadora y
mi seriedad como profesional de la literatura. Además, mi tesis era buena, muy
buena, admito que era genial; mi asesor estaba igualmente entusiasmado, me garantizaba
que con ella obtendría mención honorífica y probablemente hasta recomendación
para publicación... Yo sentía como si fuera capaz de ganarme el Premio Nobel de
Tesis Profesional, si existiera, con tan escrupuloso trabajo.
La semana
pasada, los acusadores de Pernaalegre lograron documentar los plagios; cuando
lo vi en el noticiero sentía que el piso desaparecía bajo mis plantas, no pude
hacer otra cosa más que correr al baño a vomitar entre espasmos de llanto y
carcajadas enloquecidas.
Me tomó dos
noches y dos días enteros de profunda contemplación, sin sueño ni hambre,
decidir que tomaría las cosas con tranquilidad. Mi tesis seguía siendo buena y
aún tenía elementos para demostrar el genio y la proactividad de Don Pimentel
Pernaalegre.
Junté todas mis
fuerzas para confrontar el final tan accidentado de mi investigación, no tenía
alternativa, no podía echar por la ventana todo mi trabajo y comenzar uno
nuevo, no podía emplear otros dieciséis meses de mi vida ni echar mano de otros
tantos millones de neuronas para hacer otra tesis. Seguir de frente era la
única opción.
Mi asesor se
reunió con los sinodales y con algunos catedráticos y coordinadores para
deliberar mi caso y ratificar o revocar el registro de mi tesis ante las
circunstancias tan escandalosas que envolvían mi situación.
Te juro que me
volví loca, consumí todas las drogas posibles para aletargarme y matar la
angustia horrible que crecía en mi interior, pero ninguna fue tan poderosa para
rescatarme de mi depresión.
Mi examen profesional
tendría verificativo el martes de la semana entrante; ya tenía todo impreso, aprobado, validado, entregado, firmado y aceptado…, pero…
Ayer, compré el
periódico y leí una declaración de Pimentel Pernaalegre sobre la penosa situación;
al verlo, de inmediato me dio por pensar que en esas columnas leería una
explicación que aclararía y arreglaría como Deux
ex machina todo este lío de pesadilla, pero resultó ser todo lo contrario.
En el artículo se consignaba que don Pimentel había decidido separarse de la
Dirección General del Ministerio de Cultura y Difusión de las Artes ante las
comprobadas acusaciones en su contra y, terriblemente, más adelante admitía que
sus plagios eran cosa cierta y remataba con una frase atroz que se me estrelló
en el alma ya de por sí quebrada en dos: “uno
tiene que recurrir a ciertas cosas de las que uno nunca se sentirá orgulloso,
para lograr aparentar que ha hecho otras cosas de las que siempre se sentirá
orgulloso. Es muy fácil defenestrarme, lo sé, aquellos que lo hacen nunca
entenderán la terrible presión de ser un escritor; a veces uno tiene la
obligación de publicar y simplemente no se tiene el tiempo, o la disposición, o
la imaginación para crear algo; es cuando uno se ve obligado en contra de la
propia voluntad a reciclar algo aunque no sea de autoría propia. Es imposible
escribir tanto y tan bueno sin basarse en otra cosa y eso es lo que muchos
llaman plagiar. Lo admito: muchas de mis ideas expuestas, no son mías en
realidad. Ese es mi error”.
Apenas terminé
de leer esa sentencia de muerte cuando el repicar del teléfono fustigó mi
corazón ya de por sí atribulado. Era mi asesor, decía tenerme buenas noticias;
me dijo que los sinodales había ratificado mi registro de tesis y que la fecha
de mi examen seguía en pie, se hizo un silencio esperando una respuesta mía.
Todo esto era una burla horrible, mantuve el silencio, lloré y colgué de
inmediato.
¿Qué se supone
que deba hacer? ¿Presentarme a mi examen para ser blanco del morbo y la burla
colectiva?, o, en el mejor de los casos, ¿para ser aprobada por empatía o
lástima? ¡Yo no puedo hacer eso, Samantha! ¡Me esforcé demasiado y quería,
necesitaba, ser reconocida por ello! ¿Qué tesis se supone que voy a defender?
¿Qué voy a decir? ¿Qué el imbécil ese de Pimentel Pernaalegre es un
revolucionario de la literatura, pero únicamente para plagiarla? ¿Qué es un
visionario y futurista ladrón? ¿Qué sus métodos solo resultan ser propositivos
para robar el trabajo de otros? ¿Qué las declaraciones que ha hecho son producto
de la demencia de su senilidad? ¿Qué el único fractal en su poesía es robo,
robo, robo y robo?
Si tan solo se
hubiera callado, si no hubiera abierto su asquerosa bocota, si tan solo me
hubiera apresurado un poco más a terminar mi tesis, hoy estaría triste tal vez,
pero exenta de todo este predicamento.
Perdóname, Sam,
pero no puedo, y más tristeza me da el pensar que mi tesis lleva una
dedicatoria para ti. ¡Qué horror! No puedo, estoy cansada, ¡me voy!
Espero que
comprendas mi explicación. Gracias otra vez por todas tus atenciones, no tengo
cómo pagarte tanto amor. Lo siento.
P.D.: No se
culpe a nadie de mi muerte y todas esas patrañas que se acostumbran poner en
estos menesteres.
Te extrañaré.
Mil besos.
Semper tua,
Bianca (Chiquitita).
Categoría:Carine Brancowitz,César Vega,Cuento,La tesis,Narrativa
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1 comentarios:
Muy buen cuento... Por un momento pensé que era real jaja... Felicitaciones