4 de mayo de 2014
DILES QUE SON CADÁVERES, DE JORDI SOLER
Por Iván Dompablo
EL PERSONAJE DEL BASTÓN,
PRECEPTO Y SIGNIFICADO

En la novela Diles que son cadáveres nos embarcamos
en un viaje lleno de anécdotas cargadas de simbolismo, pero contadas con mucho
sentido del humor de tal forma que la aventura nunca deja de ser disfrutable.
En ella tres personajes emprenden un viaje que tiene como propósito final
acceder al bastón del poeta Antonin Artaud; este bastón no sólo desempeña el
papel de centro magnético del grupo, sino también es el motor que moverá toda
la historia y con respecto a él abordaremos la novela.
En efecto, podemos
darnos cuenta de que el valor de la pieza de madera irá aumentando a medida que
nos adentremos en el relato. Cuando se hace la primera mención de él: “Me dijo
que en Irlanda vivía un poeta que había acompañado a Artaud al centro ceremonial
de Tara y que había sido testigo del momento en que devolvió el bastón de san
Patricio”,[1] el
lector está todavía muy lejos de vislumbrar el valor que adquirirá dicho bastón
y, de hecho, aquí es mencionado como algo puramente circunstancial, sin embargo,
pocas páginas más adelante su magnetismo comenzará a mostrar sus efectos.
Cuando el agregado
cultural —que es el personaje narrador de la historia— nos dice:
Además de la selección de poemas, empecé
a trabajar en la historia que me había ido contando McManus: su relación con
Artaud, el viaje que habían hecho juntos a Tara y la forma en que habían
devuelto el bastón de san Patricio.[2]
Notamos que ya hay un
cambio de perspectiva con respecto a la pieza, pues ya es parte del quehacer
del narrador. Ahora la historia del bastón está integrada a su trabajo.
Un poco después, hay
una reunión en donde se encuentran los tres personajes que emprenderán la
aventura de recuperar el bastón, pero ¿de dónde surge el interés que estos
personajes tienen por él? Para responder a esta pregunta es necesario
considerar que el bastón que ellos buscan no es precisamente el de san
Patricio, sino el del poeta Antonin Artaud, a quien todos ellos tienen una
especial veneración por distintas razones.
Así Lapin, un coleccionista
de objetos que pertenecieron al poeta y que es el más interesado en conocer la
pieza, les dice a los otros dos:
Como bien saben ustedes […] el poeta
Artaud vino a Dublín en 1937 a devolver el bastón de san Patricio, que era
propiedad suya, al pueblo irlandés, y al hacer el intercambio se llevó el que
estaba en la catedral y dejó el suyo en la vitrina del santo.[3]
Y enseguida les cuenta
el plan que tiene, que el narrador resume de esta forma: “La idea era localizar
el bastón y ‘fotografiarlo y tomarle medidas con el fin de hacer una réplica a
detalle o, si Dios nos favorece, compararlo pourquoi
pas?’”.[4] Con
estas palabras se inaugura la aventura del bastón y éste se convierte en centro
de la novela.
Es importante señalar,
como muestra del poder de atracción que hacia sí ejerce la pieza, que en un
principio el narrador, quien está en la embajada de México en Irlanda como
agregado cultural, se mostrará indeciso ante la propuesta de Lapin; la razón es
que sabe que de alguna manera compromete su cargo en tal aventura, sin embargo
muy pronto sucumbe ante su embrujo: “Dado el panorama, la recuperación
diplomática del bastón de Antonin Artaud parecía una gesta cultural
incontestable”.[5]
Hemos dicho antes que
el bastón de san Patricio y el bastón que el poeta Artaud posee y va a devolver
creyendo que es el del santo patrón del pueblo irlandés no son el mismo. Es
Artaud quien se encarga de mitificar la pieza que por alguna extraña casualidad
del destino ha llegado a sus manos:
“Me llegó por un amigo que usted conoce
René Thomas, que vivía entonces en el número 21 de la rue Daguerre, y él lo
había conseguido gracias a la hija de un hechicero saboyano que aparece en la
profecía de san Patricio”.[6]
Sin embargo, las
personas que lo conocen no están persuadidas de la veracidad de la historia del
poeta, muestra de ello es lo que nos cuenta el narrador al hacer la descripción
del bastón:
[…] era una
pieza rara, tallada en una madera exótica que tenía grabado el símbolo del
relámpago y junto a este un dibujo donde sobresalían dos letras A, un detalle
que volvía sospechosa la reliquia porque las dos letras A coincidían, con una
precisión que no admitía otras interpretaciones, con las iniciales de Antonin
Artaud, A A, una cifra inequívoca que movía a sus colegas a la compasión y a la
condescendencia.[7]
Luego, la forma en que
el poeta defiende la veracidad de sus palabras nos hace recordar a don Quijote,
quien también mediante su influencia va modificando su entorno, adecuándolo a
su propia realidad:
Pero al verlo argumentar sobre la
autenticidad de su reliquia, con lujo de gritos y aspavientos, en medio de las
mesas del Deux Magots o de La Coupole, había quien dudaba de que toda aquella
historia fuera exclusivamente producto de su locura. A Artaud no podía
tomársele por loco, era un poeta y todo lo que dijera o hiciera estaba siempre
respaldado y amparado por esa aura que transformaba su locura en iluminación
[…].[8]
Podríamos, incluso,
abogar a favor de Artaud y don Quijote haciendo notar al lector que si, como lo
plantea Castilla del Pino en su libro Cordura
y Locura en Cervantes, lo que
percibimos (percepto) es el resultado de la relación que se da entre sujeto,
objeto y la imagen del objeto, y el objeto en sí mismo nos es inaccesible, pues
siempre estamos trabajando con la imagen que nos formamos de lo que el objeto
es, ¿por qué el objeto no podría tener un significado distinto, más elevado, o
más amplio ante otras miradas?; esto ocurre en ambos casos en donde los
personajes perciben de otro modo la “realidad” y de alguna manera esta
percepción modifica en alguna medida la forma en que los otros la miran.
Un ejemplo de ese valor
distinto que tiene el bastón para el poeta lo evidencian las siguientes líneas
en donde McManus —el poeta que acompañó y trasladó a Artaud en la entrega del
bastón— cuenta lo siguiente:
Artaud se mostraba muy cooperativo y
servicial y cada vez que el carro se detenía “salía de su somnolencia”,
brincaba a tierra y ayudaba en la faena cargando un montón de lingotes,
“sin soltar ni por un momento su bastón
[…]”.[9]
Es precisamente este
comportamiento, esta devoción de Artaud por su bastón el que, como ya lo
plantee antes, modifica la percepción en quienes lo rodean:
Ahí fue cuando McManus reparó en que el
poeta no soltaba su bastón ni cuando dormía y comenzó a pensar que, a pesar de
la doble A que invitaba a la duda y la incredulidad, ese bastón tal vez fuera
efectivamente una reliquia.[10]
Vemos pues, como el
poeta en su peregrinar con el bastón va cargándolo de significado. Las cosas no
tienen únicamente el valor de uso práctico que se les da, sino también tienen
un valor agregado que le confieren
quienes las poseen.
En esta novela se
plantean, refiriéndonos exclusivamente al bastón, dos viajes, primero uno de
ida en donde Artaud lleva el suyo propio y lo intercambia por el que tiene san
Patricio apelando a la falsedad de la pieza que acompaña a este último. El acto
en sí tendría algo de sacrilegio, pues parece que el poeta ha sustraído una
pieza histórica y dejado una pieza falsa en su lugar, sin embargo esto no es
así. Artaud tiene razón en un punto y se equivoca en el otro; tiene razón en
que la pieza exhibida es falsa, pero se equivoca en creer que ha llevado la
original, pues la original había sido quemada más de un siglo atrás por el
arzobispo de Canterbury, en un acto verdaderamente sacrílego. De tal forma que
el escritor, muy hábilmente, evita que sobre el poeta caiga la culpa por la
pérdida del bastón histórico.
El segundo viaje es el
de “retorno”, o quizá sea más apropiado decir de reencuentro, con el mundo
porqué el bastón no regresa al poeta Artaud, sino que va a dar a manos de uno
de sus fieles seguidores. Nuevamente, aunque en menor grado, el acto tendría un
dejo de sacrilegio, sobre todo si consideramos con que devoción y con qué tesón
luchó el poeta para ir a dejar su bastón al lugar que él veía como el sitio
natural para ese trozo de madera, pues con todo y la devoción que siente el
grupo por la pieza, el alejarla del santo patrón irlandés estaría
contraviniendo la voluntad del poeta admirado. Sin embargo, por segunda
vez el escritor evita esta falta del
personaje, haciéndonos ver que muy probablemente estamos frente a otro falso
bastón que no es el de Artaud, así lo percibimos cuando por fin el grupo llega
a su meta:
El bastón del poeta era una pieza simple
de madera, mucho más sencilla de lo que había imaginado y, sobre todo, más
corta, parecía difícil que una persona de talla normal, como lo era Artaud,
pudiera apoyarse en él. Lapin lo sacó de la caja, lo sopesó y analizó el
jeroglífico: se trataba de un motivo celta trazado a base de medios círculos y
líneas curvas, con dos figuras entreveradas que, miradas con buena voluntad,
podían ser dos letras A, aunque también una M, o una W, e incluso dos V, o
hasta una serpiente o un relámpago. Lapin observaba esa pieza con un cuidado
reverencial, se veía que era un hombre habituado a manipular objetos valiosos, pero también traslucía, por
la forma en que analizaba el objeto, que algo no cuadraba con sus expectativas,
y al parecer tampoco con las de McManus, que observaba el objeto con una desconfianza
que en él, que era el único que había visto a Artaud con su bastón en la mano,
era especialmente significativa.[11]
Es a partir del momento
anterior en que el bastón, probablemente por no ser el auténtico, deja de
ejercer su atracción hacia dos de los personajes que integran el grupo, a
saber: Lapin y McManus; al agregado cultural no le ocurre lo mismo, al
contrario, de aquí en adelante no podrá separarse de él y bajo su influjo se
irá transformando. Mientras que Lapin, incluso, mirará la pieza con desprecio:
—Mon
Dieu— dijo Lapin en cuanto vio que yo salía con el bastón, y llevándose las
manos a la cabeza completó—: Pero si es el bastón que un alfarero le puso a un
santón de yeso, un bastón de utilería, de pacotilla.
—Tonterías— le respondí yo, que sentía
con creciente intensidad los efluvios de la reliquia.[12]
Nuevamente esta escena
nos remite a don Quijote, quien a pesar de las constantes reconvenciones de
Sancho para que vea la realidad, termina por ver lo que él quiere ver,
condición muy humana por cierto. Considérese por ejemplo, el siguiente dialogo
de don Quijote y Sancho en la aventura del yelmo de Mambrino:
—¿Cómo me puedo engañar en lo que digo,
traidor escrupuloso? —dijó don Quijote—. Dime, ¿no ves aquel caballero que
hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio dorado, que trae puesto en la
cabeza un yelmo de oro?
—Lo que yo veo y
columbro —respondió Sancho— no es sino un hombre sobre un asno pardo, como el
mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.
—Pues ése es el
yelmo de Mambrino —dijo don Quijote—.[13]
Vemos en ambas escenas
que la percepción de dos personas con respecto a un mismo objeto difiere.
Recordemos que ya antes en la novela se había dado este mismo fenómeno con
respecto a un bastón, sólo que antes era Artaud quien tenía una interpretación
diferente de la realidad y ahora es el agregado cultural quien le da un valor
distinto a la pieza.
Finalmente podemos
decir que hay en esta novela una multiplicidad de anécdotas en donde se
encuentra un bastón presente y que sirven para mitificarlo no sólo ante los
ojos del poeta, o del grupo de amigos que emprende la aventura de su búsqueda,
sino también para el lector, quien a pesar de saber que se habla de por lo
menos dos piezas no puede separarlas y las mira como a un mismo ente mágico.
Obras
consultadas
Castilla del Pino, Carlos. Cordura y Locura en Cervantes.
Barcelona: Península, 2005.
Cervantes de, Miguel. Don Quijote de la Mancha. México:
Alfaguara, 2004.
Soler, Jordi. Diles que son cadáveres. Col. Literatura Mondadori 473. México:
Mondadori, 2011.
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