4 de septiembre de 2014
OSMOLAGNIA
Por César Vega
![]() |
Huéleme Alicia Torres Martínez |
Cuando la vi
entrar por la puerta del vagón no pensé nada, podría decirle que me resultó
indiferente, vacua, ¡sin chiste, vaya! Ni siquiera cuando se sentó frente a mí
noté nada en ella que me cautivara lo suficiente. No me malinterpretes, no es
que no fuera lo suficientemente guapa, es solo que me pareció demasiado…
digamos, convencional; además estaba demasiado cansado, así que ni la pelé,
reposé mi cabeza contra el cristal y dormité. No fue sino hasta que el tren
hubo cerrado sus puertas y el aire dejó de circular cuando realmente me percaté
de cuán presente estaba allí.
Me entró toda
por la nariz, su esencia pura, su ser afantasmado y aromático se regaló a
través del aire de por sí viciado y hediondo de un espacio público encerrado.
Escudriñé con mis ojos de a poco, pero fui más voraz y libertino con el olfato
y me la respiré todita. Y mientras miraba su cabello grasoso y desacomodado,
mis narinas neutralizaban todo aroma que no proviniera de sus tibios cabellos
arremolinados.
Después mientras
miraba sus labios, tras los cuales su dentadura sarrosa se escondía con pena,
mi nariz con triunfal destreza logró descubrir de entre la pletórica maraña de
olores la poética suave y fétida de su apestoso aliento. Y mientras mis ojos se
paseaban estrepitosos por su sudorosa piel, mis virtudes olfativas me
permitieron degustar el vaporoso y alcalino velo que manaba de sus carnes no
muy limpias y morenas, sobre todo del que brotaba de sus pechos. ¡Oh Dios
cuánto me regocijé al pensarme sumiendo las narices en sus velludos sobacos!
Porque una mujer tan así… tan vasta, tan hecha, tan sin veleidades seguro
tendría las axilas velludas y también el pubis… como un bosque penumbroso.
¿No ha sido
bastante? No caray, no; también me aspiré el hediondo olor de sus zapatos, sus
pies olían tan mal que enamoraban, cuanto añoré respirarlos de más cerca,
metiendo mi triste lengua en los intersticios de sus dedos, lamiendo con
cuidado; desposeyéndola, liberándola de la inmundicia que habitaba en ellos.
Y como quien
deja el mejor manjar para comer al último, al final me imaginé que aquel aroma
procedía del tibio rincón que hay en su sexo y me figuré mis narices metiéndose
entre los vellos de ese pubis maloliente; embriagándome en su aroma, oteando
con las napias en busca de su smegma,
hallándole en instantes alrededor del clítoris y un poco más escondiéndose
timorato entre los pliegues de sus labios vaginales, como si estuviera temeroso
de mi lengua que le buscaba tan ávida y cruelmente… sí, añoraba penetrarla con
la lengua, buscaba introducirla inmisericorde y empañarme cada papila con el
aliento de su sexo y llevarlo así conmigo, portátil en mi boca.
¡Uff! ¡Que locas
las maquinaciones mías! Pero cuando volví en mí mismo, observé un gesto de
horror y de vergüenza en el semblante de mi pestilente amiga, que evidentemente
no esperó a llegar a su destino y se escabulló con tropel escandaloso buscando
la puerta para bajar del metro en la estación que estaba próxima. Seguramente
en mi perturbación perversa, yo me lamía mis labios mientras olfateaba como un
perro y miraba pervertido en la oquedad de aquellas faldas.
Pero no fue su
escape lo que me hubo conmovido, sino que a pesar de verla descender del tren
huyendo, el aroma quedó tan persistente adentro, no del modo en que queda la estela
flotante de un perfume que llega y luego pasa, sino como si ella siguiera ahí
sentada enfrente; pasaron múltiples minutos y aquel sabroso y pestilente
tufillo no se desvanecía. Me inquieté de pronto y una duda atravesó mis sesos,
perturbante, volví el rostro a los asientos posteriores y un hornazo de olor me
dio en el rostro muy de lleno; proveniente de su legítima dueña desde siempre,
una mujer de edad muy avanzada, un poco sucia y algo ida. Entonces quisiera
decirle que la erección se me cayó tan pronto en un horrible escalofrío,
tremendo, pero siguió en su punto, firme contra mi voluntad, hasta que me alejé
de aquella vieja y de su aroma. Es esto lo que me pasa siempre doctor. No sé
que tengo.
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