6 de noviembre de 2014
UN CAMINO U OTRO
Por Antonio Rangel Reyes
![]() |
Ana Manuel López Estévez |
Con la mirada
fija en la ventanilla del taxi, Ana viajaba incómoda por la música que el
taxista traía puesta y porque el paisaje de negocios y casas que alcanzaba a
ver le parecía desagradable.
—A la izquierda por
favor.
—No se puede,
señorita; es sentido contrario.
Era verdad, las
calles habían cambiado de sentido desde que ella estuvo la anterior vez. Entonces
Ana le pidió al hombre que se detuviera en la esquina. Quería caminar el trecho
que faltaba para reencontrar la casa en la que había vivido diez años atrás.
Al comenzar a
caminar, el lugar se le hizo más desagradable: olía a heces caninas, aceite y
fierros oxidados. Desconoció varios de los negocios que iba recorriendo, pensó
que el barrio se había transformado mucho y, al mismo tiempo, envejecido con
una rapidez excepcional porque esos locales que le eran desconocidos se veían corroídos
por los años. Reconoció un mercado por el nombre; sin embargo, se le figuró que
lo habían reducido, pues no lo recordaba tan pequeño. El mercado tenía dos
entradas, una sobre la calle principal del rumbo y la otra que daba a la calle
donde vivió los primeros dieciocho años de su vida. Así que Ana hizo lo que
solía hacer al regresar de la escuela: cruzar por el mercado para ahorrarse
unos cuantos pasos.
Buscó una tienda
de regalos donde antaño se alegraba la vista. Recorrió infructuosamente doble
vez cada pasillo con la esperanza de hallarla. Para colmo, sentía que la
fealdad a su alrededor iba en aumento. Escuchó luego una canción que oía en el
tiempo en el que aquellos sitios sí le eran familiares. Provenía de un local en
el que había pulseras, adornos para el cabello, aretitos.
—Ana…
Oír su nombre en
voz alta y alegre la tomó desprevenida, el rostro que tenía enfrente durante un
segundo le fue irreconocible, después la memoria encontró el hilo adecuado y le
puso en los labios el nombre de su amiga.
—Marce…
Por la
incomodidad de la tienda no pudieron abrazarse; sin embargo, sus ojos parecían
estirarse para estar en contacto estrecho. Hubo un momento de pausa, sabían
ambas que las preguntas pronto estallarían.
El día que Ana
encontró a su primer novio con otra, Marcela la había alejado de allí, sin
palabras, hacia a un lote baldío, le puso varias piedras en la mano, ¿quieres
aventarlas? Ambas apedrearon un cerro de piedras y varias paredes. Luego se
dirigieron a la casa de aquel chico todavía con un par de piedras cada una.
Cuando eran más pequeñas,
Ana había puesto saliva en la rodilla raspada de Marcela que lloraba a gritos
luego de caerse mientras perseguía a otra niña.
—Ya no llores,
amiga, con salivita se te va a quitar ahorita el dolor, mejor dime cómo te
llamas.
En una posada, Marcela,
que sabía del miedo de Ana para lanzarse sobre los dulces que derrama la
piñata, se colocó detrás de ella y la empujó en el momento preciso: ambas
recolectaron muchos dulces esa noche.
Cuando entraron
en la preparatoria dejaron de verse todos los días, aunque solían salir las
tardes del domingo y platicar varias horas en uno de esos restaurantes que
sirven un café horrible pero rellenan la taza infinitas veces; como no
trabajaban, no tenían dinero, y con eso se conformaban. Aunque una mañana en la
que Marcela se escapó a la escuela de Ana, se le ocurrió colocarse un cartel de
“venta de besos” y ponerle otro a Ana. No ganaron mucho, pero pudieron ir a un
bar a escuchar música en vivo sin tener que esperar que algún chico las
invitara, allí escucharon un cover de
One way or another, por parte de una
banda de chicas, Las Volcánicas, la misma canción que sonaba en ese momento del
reencuentro.
El día en que
Ana se fue para España, Marcela debía presentar un examen final en su escuela.
Contestó muy aprisa, lo que fuera. Salió corriendo y endeudada con su novio que
le prestó dinero para pagar el taxi hasta el aeropuerto. Alcanzó a ver a su
amiga todavía veinte minutos. Se tomaron una sola foto.
—¿Qué tal
España?— Se animó a preguntar Marcela, luego de unos largos segundos.
—Bien, muy bien,
es… me nacionalicé, conseguí un buen trabajo, tuve suerte porque las cosas,
bueno, no te quiero aburrir…
—No me
aburriría.
Marcela intentó durante
un par de años, estérilmente, entrar a la universidad, después se embarazó,
consiguió que la familia del padre de su hijo le cediera aquel puesto en el
mercado de la colonia y se dedicó a vender allí. No le parecía mal, aunque no
todos los meses le alcanzaba para comprar la crema que le gustaba y sentía que
pronto su entrecejo luciría algo así como una cuarteadura en un edificio viejo.
—¿Sigues
viviendo en el mismo lugar?
—Sí…
—Qué gusto me da
verte. Todo me parece diferente.
—¿Volverás a
vivir por acá?
—No, solo estoy
de paso, vine a… saludar a mis tíos y… solo estaré unos días.
—Ojalá tengas
tiempo para que salgamos juntas, nos podemos tomar un café o unas cervezas,
quiero que me platiques todo lo que has vivido.
—Sí, y tú a mí. No
tengo mucho tiempo, pero tal vez mañana podamos vernos por la tarde.
—Claro, a la
hora que me digas.
—De acuerdo,
déjame ver a mis tíos, y vuelvo para que nos pongamos de acuerdo.
Cuando volvió a
pegarle la luz del sol, Ana sintió que nunca más podría vivir en aquella
colonia, ni siquiera en esa ciudad o en ese país. Caminó hasta comprender que
la casa de sus tíos también había desaparecido.
Dio la vuelta
entonces, despacio, pensando en la prácticamente nula vida social que tenía en
España, en lo aburrido que era su trabajo en la oficina cuando tenía que narrar
o describir lo que hacía; también pensó en esas piedras que Marcela y ella dejaron
que resbalaran de sus manos delante de la casa del niño que fue su primer
novio, y luego cómo rieron de la locura que hubieran cometido. Sintió que era
momento de dejar caer otras piedras.
En lugar de
atravesar por el mercado, prefirió dar la vuelta a la calle; después montó un
taxi hacia el aeropuerto. En realidad no le quedaba mucho tiempo para tomar su
vuelo.
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