29 de septiembre de 2014
EXTRAÑOS
Por Sofía Mares
![]() |
Paradero 14 Marcos Caamaño |
Al principio de los tiempos no existían los
prejuicios ni los celos ni la codependencia ni la desigualdad social. Tampoco
existían la propiedad privada ni los juicios morales. Es decir, no existía el
pecado. Mujeres y hombres elegían a sus parejas sin importar el color de la
piel; no había pobres y ricos, o nobles y plebeyos. No existían las leyes
porque no era necesario proteger a las mujeres, a los niños, a los ancianos o a
los indígenas. No existían los dinosaurios. Eso realmente es un mito.
Existían desde entonces las flores multicolores, los
árboles sanos y frondosos, los ríos cristalinos habitados por abundantes peces.
Existían los bosques, las praderas y las montañas limpias repletos de animales
felices de pertenecer a una cadena alimenticia justa y equitativa.
Existían, como ahora, la central camionera, la
estación del tren y el aeropuerto, donde empezaban todas las historias de amor.
Porque también existía el amor puro, ese que solo es: nace, crece y muere, sin
odios. Siempre era amor, igual al principio y al final, sin medidas, sin
adjetivos. Por eso esta historia fue posible.
Fue en uno de esos lugares, en ese tiempo cuando nos
encontramos. Intercambiamos sonrisas, saludos e impresiones triviales —es una linda tarde—; esas frases
protocolarias y sinceras con las que solemos decir a los demás “me alegro de haberme encontrado contigo en
esta vida”. No dijimos nuestros nombres porque tampoco existían los
nombres. Solo éramos un tú y un yo coincidiendo felizmente en la vida.
Tenía una figura armónica, su cuerpo era
proporcional a su sonrisa y sus gestos confirmaban lo que su voz expresaba. Y
qué decir de su mirada que me cifraba y me reconstruía.
Afuera la vida continuaba su marcha. El cielo
celeste se pintaba de otoño; el verdor permutaba en múltiples tonos, acordes a
la melodía natural que surgía de los árboles.
Al despertar e incorporarme era imposible no
contemplar la serenidad de su sueño. Deseaba tomar su rostro entre mis manos.
Deseaba besar sus párpados quietos. Deseaba que no despertara para continuar
con mi embeleso.
En el cautiverio de su calma y la profunda noche
imaginaba un viaje eterno. Rozaba mi codo su brazo de ébano un poco a
propósito, un poco de súbito. Me recosté nuevamente a su lado y fingí dormir.
Me preguntaba si también fui motivo de contemplación
mientras —minutos antes— yo dormía profundamente. Me preguntaba si me observaba
en ese instante con el mismo éxtasis que yo sentía.
Afuera la lluvia intensa, constante, proporcionaba
una atmósfera pacífica. Estábamos atrapados. Sin embargo ninguno de los dos
esperábamos escapar a ningún lado. Llevábamos el mismo destino y no había
motivo para desear o esperar que fuera diferente.
Hablamos, reímos, soñamos. Nos amábamos
intensamente. Deseábamos permanecer uno al lado del otro el tiempo que fuera
necesario. O más.
Era imposible saber cuánto había transcurrido. Cedí
nuevamente a Morfeo, hasta que su voz serena interrumpió mi letargo: —despierta,
ya llegamos—. Bajamos del autobús, intercambiamos miradas y sonrisas por última
vez, y me perdí entre la multitud, en la central de autobuses de la Ciudad de
México.
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